Cuando se habla de la biodiversidad, las noticias suelen ser malas o peores; pero hay casos exitosos, estrategias que implican la participación activa y hasta emocional de las comunidades locales
(Escrito para Newsweek en Español de 20/5/2019) Entre 1551 y 1558, el sabio alemán Conrad Gessner hizo el primer intento científico de compilar todo lo que se sabía sobre los animales. Los cinco volúmenes de su Historia animalium conjuntan más de 4,500 páginas. Gessner hizo un gran esfuerzo por distinguir entre los mitos y la realidad, pero no siempre tuvo éxito. En su obra es posible encontrar señalamientos como que “no se ha resuelto la cuestión sobre si el veneno que emitía la gorgona procedía de su aliento o de los ojos. Es más probable que, como el basilisco, matara con la mirada y también lo hiciera con el aliento de su boca, lo cual no es comparable con ninguna otra bestia del mundo…”
No hay ni ha habido animal que mate con la mirada ni con el aliento y no existieron las gorgonas ni los basiliscos. Pero de que hay animales terriblemente letales no hay duda. Porque también es verdad que desde la época de Gessner hasta el día de hoy han desaparecido alrededor de 350 especies de animales vertebrados debido a la acción de los seres humanos.
Esto lo asegura Rodolfo Dirzo, ecólogo mexicano e investigador de la Universidad de Stanford, ya que “la mayor parte de las extinciones sucedieron en las últimas décadas y son entre 100 y 1,000 veces más rápidas de lo que serían sin el Homo sapiens”.
Dirzo, junto con los ecólogos Gerardo Ceballos, de la UNAM, y Paul Ehrlich, de Stanford, hicieron estos cálculos a partir del seguimiento de 27,600 especies de vertebrados, tanto actuales como del registro fósil. Los resultados fueron publicados a mediados de 2017 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences en un artículo donde llamaron a este proceso “aniquilación biológica”, y confirmaron la ocurrencia de la llamada sexta gran extinción.
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Es decir, confirmaron que los humanos estamos acabando con otros seres vivos a niveles y velocidades comparables con los que tuvieron fenómenos naturales como, por ejemplo, la caída de un meteorito en lo que actualmente es la península de Yucatán y que provocó la desaparición de los dinosaurios hace 66 millones de años, o la inmensa actividad volcánica de las Trampas Siberianas que contribuyó a la Gran Mortandad de hace 252 millones de años…
Pero, a diferencia de los meteoritos y los volcanes, los causantes de esta sexta extinción presumimos de ser animales racionales, razón por la cual, en principio, deberíamos poder detener el proceso de aniquilación biológica… ¿Cierto?
Falso. Es hasta que empezamos a admitir que también somos animales emotivos que podemos empezar a tener verdaderas posibilidades de detener la destrucción. Afortunadamente, ya podemos mostrar algunos ejemplos de que este enfoque funciona y puede prevenir la catástrofe.
Primero, racionales y numéricos
Debería preocuparnos a todos porque, en última instancia, toda la riqueza, desde el oro hasta el plástico, proviene de la naturaleza. Más aun, la posibilidad de sostener la vida humana, además de la alimentación, también proviene de la naturaleza.
“Alimentos, medicinas, madera, fibras, energía, agua, todas esas son contribuciones de la naturaleza”, comenta la bióloga argentina María Elena Zaccagnini. Y hay muchas otras contribuciones que, como no son materiales y concretas, no solemos tomar en cuenta.
“Por ejemplo, la polinización de las flores y la dispersión de semillas. Eso tiene un valor enorme, no tendríamos plantas comestibles, frutas, verduras, sin polinizadores y dispersores; o la generación de oxígeno y el consumo de CO2 que hacen las plantas, o la renovación del agua dulce que se hace en los distintos ecosistemas… todos esos procesos de regulación que brinda la naturaleza al ser humano normalmente no están cuantificados en las cuentas nacionales”, agrega Zaccagnini.
En marzo de 2018, en Medellín, Colombia, se llevó a cabo la sexta reunión plenaria de la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por su sigla en inglés), en donde se presentó un informe especial para las Américas. En él, se hizo un esfuerzo por estimar económicamente estas aportaciones que hacen los ecosistemas a las personas. Resultó ser de 24.3 billones de dólares, “una cifra equivalente al producto interno bruto de la toda región”, dice Zaccagnini, quien fue co-presidente de la evaluación IPBES para las Américas.
Algunas otras de las cifras que dio a conocer el IPBES para las Américas son:
- Más del 50% de la población tiene problemas de seguridad de agua;
- 72% de los bosques secos tropicales de Mesoamérica se han convertido en paisajes dominados por humanos desde el asentamiento pre-Europeo;
- 88%: del bosque Atlántico tropical se ha transformado en paisajes dominados por humanos desde el asentamiento pre-Europeo…
Y esas no son las más alarmantes:
- Las fuentes renovables de agua dulce han disminuido más del 50% desde 1960;
- 1.5 millones de hectáreas de pastizales se han perdido en las grandes praderas de América de 2014 a 2015;
- más del 50% de la cubierta de arrecifes de coral que había en la década de 1970 se ha perdido…
En el informe no se especifica, pero para Zaccagnini la cifra más significativa es que el tiempo ya es igual a cero:
“El mensaje es que no podemos seguir jugando con los límites, porque ya no hay tiempo. No se trata de que va a pasar esto y aquello. No, ya está pasando. Las cifras ahí están y son contundentes. Estamos en tiempo de decir que debemos parar los procesos de degradación y establecer prácticas y políticas públicas que tiendan a revertir estas pérdidas”.
Pero aclara que “hay una serie de acciones en los informes que pueden ser tomadas por los gobiernos para establecer prioridades” y empezar a resolver los problemas.
El peso de las palabras
Para resolver los problemas hay que identificarlos y tener palabras para referirnos a ellos. Rodolfo Dirzo propone que para hablar del efecto que tenemos los humanos en la naturaleza y usemos el término “defaunación”, es decir, la eliminación de los animales.
“Todo mundo entiende la palabra deforestación. Más allá de la conversación general, es algo que se ve de manera muy tangible en imágenes de satélite y en los mapas. Mi argumento es que necesitamos de un término equivalente con respecto a la vida animal, porque su situación es incluso más dramática”.
El problema es que un bosque sin animales es un un bosque enfermo, incluso se llama el “síndrome del bosque vacío”.
Valeria Towns, experta de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), explica que si un área protegida tiene vegetación en buen estado de conservación pero no tiene animales, “un montón de procesos ecológicos se empiezan a venir para abajo”. Pone como ejemplo lo que sucedió en el Parque Yellowstone, en EU, cuando desaparecieron los lobos.
“Se perdió el depredador tope. Empezó a haber sobrepoblación de elks (o wapitís, una especie de ciervos grandes) y se empezaron a comer toda la vegetación, empezó a cambiar la estructura de la vegetación del bosque y hasta los cauces de los ríos. En el momento en que reintrodujeron a los lobos las cosas empezaron a regresar a la normalidad… (todos) son piezas de un engranaje súper complejo y que si faltan ya no funciona el reloj”.
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El caso de la reserva de Los Tuxtlas, en Veracruz, es aun más dramático, pues “si caminas por la reserva, te va a parecer muy exuberante de vegetación e, irónicamente, esa es una indicación de la defaunación, no hay un impacto de tapires, jabalíes o venados sobre la selva. Entonces las plantas bajas crecen muchísimo. Es un bosque vacío, que se ve muy bien pero que no está completo”, comenta Dirzo.
Por lo pronto, es un bosque enfermo quizá condenado a desaparecer.
Dirzo explica que en la defaunación hay que considerar extinción global y la extinción local.
En el primero, “vienen a la mente especies animales de reciente extinción como el dodo, el tigre de Tasmania, el sapito dorado de Costa Rica. En nuestro país y el norte del continente americano, hace 10,000 años había mastodontes, mamuts, leones gigantescos, gonfoteros, camellos… toda esa fauna ya no existe, desapareció a causa de la presencia de la especie humana en este continente.
Hay también especies que no están desaparecida, sino que existen solamente en algunos lugares. “Es el caso del jaguar, que antes se distribuía desde Estados Unidos hasta la Patagonia, Hoy en día, de esa distribución solo queda en el sureste de México, Centroamérica y en partes de la Amazonia al oeste de los Andes. No es una especie extinta, pero sí se extinguieron muchas de sus poblaciones. Este elemento es muy grave, aunque no se le ponga el tache de especie extinta”.
Sobre la nobleza felina, comunidades y políticas públicas
Pero números, palabras y razones no son suficientes. También son necesarias las acciones, las personas y sus emociones. Afortunadamente, uno de los mejores ejemplos de que esta combinación de elementos funciona eficazmente se ha dado con el jaguar, que, como gran carnívoro, no solo es una especie indicativa de la buena salud de un ecosistema, también es emblemática culturalmente.
“En México tenemos bastantes jaguares todavía, aunque sí hay poblaciones que están decreciendo. Los lugares donde ya no hay es porque tampoco hay campo, ya no existen tampoco otras especies”, explica Valeria Towns.
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La conservación del jaguar se ha dado en manchones de selva que están muy cercanos a las poblaciones y sus zonas de producción agropecuaria.
“El gran problema con los jaguares es que llegan a depredar al ganado… En la selva lacandona, hace 10 años, había muchísimos casos y había muchas muertes de jaguares como represalia a la depredación. Hubo un caso de jaguar que mató a 30 borregos. La gente estaba furiosa…”, comenta Towns.
A lo largo de esa década se han tomado acciones, como el pago por servicios ambientales de la Comisión Nacional Forestal (Conafor) que garantizó que manchones de selva que estaban entre potreros y milpas afuera de las áreas protegidas se estabilizaran. El gobierno se comprometía a pagar mil pesos por hectárea de bosque conservada durante cinco años, y luego se iba renovando.
“Nos dimos cuenta de que dentro de esos bosques había muy poca fauna porque la gente practicaba muchísima cacería, no estaban los venados ni jabalíes, las presas más frecuentes del jaguar”, comenta Towns. Los compromisos generados con la gente para que disminuyeran la cacería hicieron que, en la región donde Towns trabajaba, no hubiera ni una víctima de los jaguares en cinco años.
“Ves las huellas del jaguar que pasó por en medio del potrero sin haberse comido ni una vaca”.
Sin embargo, este 2019 no se renovó el pago por servicios ambientales de la Conafor.
Además, existe un seguro ganadero de la Secretaría de Agricultura Ganadería Desarrollo Rural y Pesca (Sagarpa) que paga en caso de que los animales domésticos sean víctimas de un depredador (este se sigue dando); así que, si sucede, “ya saben que la primera solución no es ir a matar al jaguar”.
“Además -agrega Towns, ha habido procesos muy padres del involucramiento de la gente. Se hicieron los comités comunitarios y empezaron ellos mismos a poner las cámaras-trampas y a ver su fauna. Se da un empoderamiento y un cuidado distinto, es como si dijeran ‘Esos son mis venados y los voy a cuidar’”.
Al darse cuenta de que los comités estaban funcionando bien, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) los empezó a certificar. Entre la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, Profepa, las ONGs y las comunidades se han creado más de 500 comités de vigilancia y monitoreo participativo; se busca, además, que sea un trabajo remunerado, aunque temporal.
Así, los cazadores han ido cambiando de profesión y ahora, cómo conocen a los animales y saben dónde están, son los mejores poniendo cámaras; “se vuelven los guardianes de los lugares con selva”.
Para Towns, el factor emocional ha sido determinante. “Un encuentro con jaguar en vivo dura, cuando mucho, dos segundos; pero cuando lo ves en acción delante de la cámara, no quisiera decir que lo humanizas, pero sin duda creas un vínculo con el animal. La gente se involucra. Saben que es su bosque, su fauna”.
Y el más claro ejemplo se ha dado en “un ejido donde hay una jaguara que se llama La Marquesa y la gente la adora. Como se mueve entre ejidos, escuchas que dicen ‘Ya apareció allá, ¿qué vamos a hacer para que se venga de este lado?’; ‘¿Hay que poner más cámaras porque hace dos semanas que no sale ni una foto de la Marquesa’ Y de sus crías: ‘¿El Marquesito ya volvió a salir’. Hasta quieren poner en la plaza una estatua de la Marquesa”.
No solo historias bonitas…
Las prácticas como la que se ha dado con el jaguar en México fueron reconocidas por el IPBES en su reunión de 2018, y se hizo la propuesta de fomentarlas. En particular, “se hizo un reconocimiento de las capacidades locales de los pueblos indígenas, del conocimiento que tienen, y los arreglos de gobernanza que se han seguido se reconocen como ejemplo de cómo podemos ponernos de acuerdo a nivel local para manejar la biodiversidad y los servicios ecosistémicos”, incluso sin la participación del gobierno o la academia, comenta Adriana Flores, del Centro de Investigaciones en Geografía Ambiental de la UNAM y participante independiente en el IPBES.
También se señaló que, en general, se ha tenido una política atinada en las áreas protegidas en América, que se han salvado a muchas especies de la extinción.
Sin embargo, Flores explica que “las historias de éxito son muy bonitas, esperanzadoras, pero de pequeña escala, no compiten aún contra toda la otra maquinaria que hay armada”.
La situación más grave, dice Flores, es que “no se ha logrado empatar el uso de la biodiversidad con el bienestar social. Con los esquemas económicos, tecnológicos y productivos que existen, no se ha logrado que se resuelvan la pobreza y la inequidad. Aunque la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) reconoce que en general se han reducido”. Destacan México y Honduras como los únicos países donde no se ha registrado una reducción real de la pobreza.
Flores explica por qué, a pesar de la reducción no se ha podido ni se podrá resolver la disparidad con los esquemas actuales: “Una buena parte de la población rural, que sigue siendo pobre y marginada, es la que mantiene los bosques que nos dan los servicios ecosistémicos de los que disfrutamos el resto. En especial, satisfacen las grandes demandas de agua, comida y energía de las ciudades. Las comunidades no ven retribuidas las actividades de conservación y el manejo que están haciendo para que las ciudades puedan disfrutar”.
Pero existe una situación incluso más urgente. Es el hecho de la biodiversidad acuática está “cinco veces más amenazada que la terrestre”.
“Muchas de las especies animales de agua dulce están arrinconadas o, en muchos lugares ya se extinguieron. En Pátzcuaro ya no hay pescado blanco. En la zona tarahumara, las truchas nativas están en uno o dos kilómetros de río nada más. Esas poblaciones ya no son viables”. Flores pone ejemplos mexicanos, aunque este fenómeno es común en muchas regiones de Latinoamérica. Las algas y las plantas son también importantes y no están en mejor estado que los animales.
Flores explica que existe una gran ignorancia en la forma como usamos los ríos, para tomar el agua o para usarlos de vertederos. Sea que estén abiertos o entubados, como sucede en muchas ciudades, “se nos olvida que no son solo caudales de agua, son ecosistemas”.
Las soluciones, por concordia y transversalidad
“Son problemas complejos y por lo tanto las soluciones van a ser complejas”, dice Zaccagnini. Pero que sean complejas no implica que sean imposibles, solo que “tienen que ser planteadas transversalmente”, y en el informe del IPBES está planteado el camino para llegar a ellas.
Pero la información no va a ser útil ni la se podrán plantear soluciones, si solo la toma, por ejemplo, el ministerio de medio ambiente de cada país.
“Queremos que se entienda que sin un ambiente saludable el productor agropecuario, por ejemplo, no va a poder tener ganado ni cosechas y entonces todos perdemos”.
No es amenaza, aunque sí advertencia, y no se trata de hacer pleitos, explica Zaccagnini. “No estamos diciéndole al sector agropecuario miren que lo que ustedes están haciendo, están causando esta serie de problemas. No. Estamos planteando los problemas hacia la búsqueda de soluciones, porque la sociedad no se puede mantener si no tiene producción de alimentos, energía o medicinas. Estamos buscando que estos sectores puedan seguir produciendo ahora y a futuro. Nuestra mirada no es la del conservacionismo extremo, nuestra mirada se pone en el lugar de desarrollo sostenible”.
Valeria Towns ofrece una aproximación similar pero distinta:
“Exagerando quizá un poco, creo que así como todas las empresas tienen un contador tendrían que tener alguien que sepa de manejo de recursos, de residuos, de sustentabilidad, de ahorro de energía”.
Y añade que estos perfiles no están en el imaginario de las empresas ni del mismo gobierno, fuera de algunas instituciones. En las Secretarías de Economía y Turismo, por ejemplo, no hay suficientes ecólogos, “entonces se toman decisiones económicas sin una visión de sustentabilidad”.
“Quizá el principal mensaje -explica Flores- es que la conservación de la biodiversidad debe ser una política de estado prioritaria. No se vale hacerse a un lado o poner por encima de biodiversidad otras cosas; nuestro bienestar, la identidad cultural, nuestros alimentos, el agua, el aire que respiramos y nuestra vida dependen directamente de la salud de los ecosistemas”.
Así, al final de las cuentas numéricas, lingüísticas, lógicas, políticas, económicas y emotivas obtenemos un resultado: debemos ser cuidadosos porque nosotros somos biodiversidad también.