La ciencia se ha tardado en admitir que tu perro te quiere y que otros animales no solo son capaces de sentir y “contagiarse” de emociones como las humanas, y ahora resulta que hasta las ratas son empáticas.
Se dice que René Descartes, además de inventar el plano cartesiano, la geometría analítica y sentar las bases de la ciencia como se practica actualmente, también hacía horrendos experimentos con perros y gatos, como amputarles extremidades o, incluso, cortarlos a la mitad haciendo caso omiso de sus aullidos, a los que consideraba, dicen algunos, meros actos reflejos de una “máquina animal”.
Es cierto que el filósofo francés propuso la hipótesis mecanicista de la vida; sin embargo, es totalmente falso que Descartes partiera animales a la mitad de manera inclemente. Pero quisimos dar cuenta de esta imagen porque nos sirve para que el lector entienda “en carne propia” el significado de la palabra empatía, y en nuestro primer párrafo hay varias formas de comprenderla.
En primer lugar, en lo absurdo que resulta que alguien piense que los animales no sienten dolor y que sus quejas puedan ser confundidas con un mero reflejo, para casi cualquier ser humano (siempre hay excepciones) el significado de sus aullidos es, por instinto, evidente.
Pero, sobre todo, quisimos darle al lector la oportunidad de ser empático, de darse cuenta, como seguramente le ha sucedido muchas veces, que incluso imaginar el dolor ajeno nos provoca malestar.
Porque el ser humano común y corriente no necesita infringir dolor o ver que alguien se lastima, le basta con crear mentalmente una situación dolorosa para empatizar y compadecerse de quienes la estén experimentando, así sean personas, perros o gatos, o para comprender y compartir la alegría que unos personajes muestran en una pantalla o las páginas de un libro…
Nuestra característica más importante
La leyenda de “Descartes el inclemente” no sólo se usa para tratar de comunicar la insensibilidad intrínseca de la ciencia y su método; también para mostrar una limitación de la religión católica, ya que Descartes coincidía en que solo los seres humanos tenemos alma.
Esta idea aún permanece. Hace un par de años, el diario Corriere della Serainterpretó unas palabras del Papa Francisco I como la recuperación de unas palabras que Paulo VI dijo para consolar a un niño que acababa de perder a su mascota: “Todas las criaturas de Dios van al cielo”; en ambas ocasiones hubo teólogos que se apresuraron a decir que se trató de palabras casuales de los Papas, que estos de ninguna manera buscaban establecer doctrina.
En el habla cotidiana, “comportarse humanamente” significa ser consciente y respetuoso de los sentimientos de los demás, como si los humanos fuéramos más empáticos que cualquier otra especie, como si la empatía nos definiera.
También en la ciencia permanece la idea de que la conducta animal se debe estudiar sin hacer inferencias desde nuestras emociones humanas, algo que puede no costarles mucho trabajo a quienes estudian ajolotes pero es casi imposible para los investigadores de grandes monos, desde que Dian Fossey se fue a vivir con los gorilas para estudiarlos y terminó dando su vida por ellos.
Recientemente, el primatólogo Frans de Waal escribió el libro Mama’s Last Hug (El último abrazo de Mama) cuyo título hace referencia a Mama, una chimpancé llamada así porque era, más que la hembra dominante, la respetable abuela de la manada que vivía en el zoológico de Burgers en Holanda.
Mama estaba al borde de la muerte. Rehusaba comer y beber, solo quería que la dejaran en paz. Hasta que Jan van Hoof, quien fuera su cuidador por muchos años antes de retirarse, llegó a visitarla. Al reconocerlo, la chimpancé hizo una enorme sonrisa que mostraba sus encías casi sin dientes; los grititos de emoción y caricias que le hacía al humano eran indicios claros de algo que podríamos clasificar sin duda como alegría. Más dudas tendríamos en decir que Van Hoof y Mama fueron amigos y que ella sentía amor por él.
Desde principios de los 90, la ciencia “nos autoriza” a no dudar de que existe la empatía desde el punto de vista biológico, que no es solo una creación de la mente humana. Fue entonces cuando un grupo de científicos de la Universidad de Parma, Italia, publicaron su descubrimiento de las neuronas espejo en los macacos.
Ellos encontraron, por casualidad, que ciertas neuronas se activaban cuando los monos observaban a los investigadores hacer movimientos significativos, como tomar comida con la mano; estas neuronas estaban en las zonas motoras del cerebro que los monos usan para llevar a cabo esos mismos movimientos.
Casi 20 años después, De Waal, del Centro Nacional de Primatología en Atlanta, no duda en afirmar que las emociones son enteramente biológicas. En Mama’s Last Hug escribe: “Déjenme empezar con una propuesta radical, las emociones son como los órganos, todas son necesarias y las compartimos todas con otros mamíferos”. Y en el caso de los monos, asegura que, además de emociones y empatía, tienen moral y cultura.
Desde que Darwin publicó en 1850 El origen de las especies, nos resignamos a que los grandes monos son en realidad “personas de los bosques”, que es lo que significa la palabra orangután. Por su parte, los dueños de perros no tienen dudas: Firulais se alegra cuando llegas a casa y es evidente que te quiere, tanto o más de lo que tú lo quieres. Y no solo eso, el perrito es empático; sabe cuando estás enojada o triste y trata de contentarte o alegrarte.
Pero, ¿en qué punto de la escala evolutiva nos detenemos? ¿Será verdad que las emociones son como los órganos? ¿las compartimos hasta con los pollos y las salamandras?
En el espejo de la evolución
Los pollos y las salamandras, como parientes, nos quedan lejos; pero la buena noticia es que sí compartimos las neuronas espejo con las ratas, y en particular con las que están involucradas con la empatía por el dolor ajeno, según se dio a conocer el 11 de abril de este año en la revista especializada Cell.
“Lo más sorprendente -dice Christian Keysers, el investigador principal del estudio- es que todo sucede exactamente en la misma región en ratas y en humanos”. Gracias a estudios previos hechos con la técnica no invasiva de resonancia magnética nuclear, “habíamos encontrado en humanos que la actividad cerebral de la corteza cingulada anterior (una pequeña región cerebral) aumenta cuando observamos el dolor de otras personas, a menos que estemos hablando de criminales psicopáticos, que muestran una reducción notable de esta actividad”.
Para Keysers, su investigación muestra que “la empatía, la capacidad de sentir a partir de las emociones de los demás, está profundamente arraigada en nuestra evolución”. No sólo porque se presenta en las ratas sino porque se ubica en el mismo núcleo del cerebro; es decir, no es como las aletas de peces y delfines, que evolucionaron en cada grupo por separado y convergieron en estructuras similares.
Tres días antes que Keysers y su equipo, Fabrizio Mafessoni, del Instituto Max Planck para la Antropología Evolutiva, y Michael Lachman, del Sante Fe Institute, publicaron un artículo que explica por qué la evolución ha preservado este “contagio emocional” que es la empatía.
Con base en modelos teóricos, muestran que la empatía permite a los individuos interpretar el comportamiento de otros a partir de su propia experiencia; en otras palabras, también de los autores, la empatía nos hace capaces de “leer la mente” de otros, y esto es muy útil para la vida en sociedad.
No sabemos si estar al tanto de que las ratas son empáticas nos va a beneficiar en algo a ellas o a nosotros. Lo que sí sabemos es que es importante conocer las bases biológicas de la empatía para poder resolver los problemas que suceden cuando ésta falla.
Las neuronas espejo no son toda la historia, también está, por ejemplo, la oxitocina.
Cuando la empatía se descarrila
Entre los expertos no existe un acuerdo sobre lo que es exactamente el Trastorno de Personalidad Antisocial, algunos de ellos distinguen dos grupos principales dentro de éste; el de los psicópatas y el de los sociópatas. Sobre las diferencias exactas entre dos últimos grupos tampoco hay acuerdo.
Hace unos años, David Lykken propuso hacer la distinción con base en el origen del trastorno. De acuerdo con él, lo psicópatas tienen conductas antisociales innatas relacionadas a diferencias biológicas especialmente ligadas a la función cerebral que limita el temperamento.
Los sociópatas, por su parte, no tienen un problema biológico sino que no pudieron aprender a socializar por estar sometidos a una crianza negligente o llena de abusos en donde los impulsos y conductas regulares se ven relegadas e incluso reprimidas con violencia.
El punto de encuentro es que ambos trastornos se caracterizan por un profundo desinterés por el sufrimiento ajeno. En casos extremos, quienes las padecen encuentran placer o satisfacción en manipular y controlar las emociones ajenas y en lastimar.
En contra de la creencia popular, la mayoría de los psicópatas no son asesinos en serie o criminales violentos; en cambio, encuentran formas más sutiles para infligir dolor o daño, ya sea físico o emocional.
Un estudio publicado por las universidades de San Diego en EU y de Bond en Australia, demostró que hasta 1 de cada 5 directivos de alto nivel en Estados Unidos tiene rasgos de personalidad antisocial, e incluso se puede inferir que las características del trastorno son las que los hacen ser tan exitosos en los negocios en el llamado capitalismo salvaje (el estudio fue retractado por un posible plagio, pero no porque estuviera mal hecho).
A nivel mundial, el número de casos registrados de sociopatía supera por tres a los reportados por psicopatía; por lo que, incluso considerando las diferencias de opinión y diagnóstico entre los expertos, se puede decir que la educación y la enseñanza de procesos de socialización correctos son mucho más determinantes en este tipo de trastornos que los factores biológicos.
Hasta donde se sabe, los problemas por exceso de empatía son solo biológicos, como en la ecopraxia (el paciente no puede evitar imitar los movimientos de otras personas), o la ecolalia (similar, pero imita lo que dice otra persona); por lo tanto, no debemos temer practicar y reforzar en todo momento nuestra empatía. Al contrario, los consejeros espirituales, místicos y religiosos lo recomiendan como el camino seguro hacia la felicidad, y la mayoría de nosotras no necesitamos que venga la ciencia a decirnos que tienen razón, cosa que, por cierto, ya ha hecho.