En La invención de la soledad, Paul Auster cuenta una historia sobre una de esas cosas bobas que yacen en la memoria y al final resultan ser fundamentales.
El arte puede estar hasta en tu cochera. Echa un vistazo: Picasso viene de visita a tu garage. De eso se trata esta columna: de los descubrimientos que la creatividad nos entrega en espacios inesperados.
Como el libro del que voy a hablar ahora. Lo compré en el súper: estaba en un botadero entre folletos de horóscopos y novela románticas de esas que se gastan títulos como La pasión prohibida de Nora.
Era, es, un libro de Paul Auster. Lo compré por dos razones: estaba muy barato y el nombre de Auster corre lejos. Todo mundo lo recomienda y, hombre, quién soy yo para no escuchar las recomendaciones del mundo.
La invención de la soledad (Booket): sólo el nombre suena fascinante.
Auster ha creado su larga carrera literaria en torno al azar (eso me dicen, pues). Pero La invención de la soledad es una exploración no únicamente de la coincidencia, sino sobre todo de la memoria.
En particular de la memoria del padre. Paul Auster escribió este libro como una fuga: su padre acababa de morir y Auster no sabía cómo descifrar a ese hombre que resultaba como un mono de cartón, una mera fachada.
Y el escritor emprende un largo recorrido por su memoria. ¿Qué, quién, fue su padre? Un hombre tacaño hasta el colmo. Paul recuerda cómo lo avergonzaba ver a su padre regatear hasta por un guante de beisbol que su hijo quería de regalo. Se puso furioso, el padre, cuando el vendedor no quiso bajar el precio.
“Te compraré uno mejor”, dice Auster hijo que le dijo como remedio. “Lo cual significaba que compraría otro peor”, apostilla el escritor adulto.
Entre el recuerdo y la invención
La memoria corre caminos extraños. Lo que recordamos forma una red neurológica que puede alterarse por cosas tan etéreas como un olor o fumar un cigarrillo. Nuestras memorias no reflejan la realidad sino meras impresiones deformadas para mantenernos cuerdos.
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Oliver Sacks, el neurocientífico que se dedicó a contar historias, escribió que los recuerdos son unos de los misterios más insondables de neurociencia. El olfato, válgame, es el sentido más relacionado con lo recordado. Si olemos, nos transportamos. Pero Auster recuerda a su padre de otro modo.
Auster trata de dibujar un hombre que tiene veintidós caras, o más. Era huraño y sin embargo estaba bien provisto de condones. Ganaba mucho dinero y vivía como un eremita. Por ejemplo, lavaba los platos solo con agua para no gastar en jabón.
Imagina una casa que decae y es escombrada: los objetos hallados van de lo estrafalario a lo mundano; de la decadencia al lujo. Como entrar en esa casa, Auster trata de encontrarle rostro a su padre.
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No digo que lo logre, pero La invención de la soledad es una gran exploración de las relaciones familiares y sus imponderables. Y de esas cosas bobas que yacen en la memoria y al final resultan ser el código para descifrar a alguien que fue importante en nuestra vida.
En fin. Nunca subestimen los botaderos de libros en el súper. Pueden acabar tan conmovidos como yo con la flauta mágica de Paul Auster.