Para empezar a hablar del Joker, dos cosas sobre mí: 1. Soy fan de los cómics. 2. Tengo trastorno bipolar.
Cuando se estrenó la película de Batman de 1989, aquella cosa mágica de Tim Burton, yo tenía seis años de edad e iba al cine arrastrada por mi hermano Jack, que entonces calzaba los nueve años y que hiperventilaba cada vez que veía algo de Batman en la tele. Un verdadero batimaniaco.
Como fuimos a la función de estreno, Editorial Vid nos regaló a todos los niños una bolsa de cómics. A mis dos hermanos mayores les tocaron historietas olvidables, pero a mí me tocó el paquete más excéntrico que le podía tocar a una niña de seis años: un novela de Superman que no recuerdo bien; un ejemplar de Muerte en la familia, la novela gráfica en la que muere Robin y finalmente, mi cómic favorito de todos: La broma mortal —o The Killing Joke—de Alan Moore.
The Killing Joke es la biografía del Guasón, el Joker, o el Comodín; la otra mitad de Batman. Sin Joker no hay Batman. El Joker es Batman llevado al extremo: ambos están locos y los dos son hijos de la tragedia.
Por alguna razón en mi inconsciente de niña de seis años, la historia del Joker resonó como una maldición. Durante las décadas que siguieron decidí que yo era una guasona, una adolescente loca y maligna. Así me fue que acabé en el psiquiatra. Y, miren, descubrí con el tiempo que yo sí tenía algo del Joker. Soy una enferma mental, como él. Y a veces solo quiero ver al mundo arder.
Pensaba en todo eso mientras veía Joker, la película que está causando sensación tanto en la crítica como en la taquilla.
Joker, la película
Como seguramente ya habrán leído en cientos de reseñas o en la página de Rotten Tomatoes, la cinta de Todd Phillips protagonizada por Joaquin Phoenix lleva el cine de historietas a nuevo nivel, más violento y existencial, más como tirándole a Dostoievsky y menos a Stan Lee.
Joker es una película triste y también excitante. Yo sentí como choques eléctricos en algunas escenas, como si tuviera que salirme de la sala para tomar aire y procesarla…
El Joker de Philips-Phoenix no es bipolar, huelga decirlo, es más esquizoide y psicópata; un tipo que estalla a carcajadas de la nada de modo escalofriante y que se siente a gusto en los rincones oscuros de la sinrazón. Mi boca babeaba: hay algo en mí tocado por la locura.
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Pero, como escribió Oliver Sacks, ¿quién no está tocado por la locura? Sin caos no habría arte; lo que es más, sin caos no habría ciencia, pues la ciencia es lo que usamos para darle sentido a ese desorden tan nuestro.
Un día, en un viaje de mota en el que me fue especialmente mal, una amiga empezó a hablar de la locura dentro de su propia familia. El pánico me invadió: ¿Y si me quedaba en el viaje? ¿Y si la insania era mi sino? Me volví a santiguar ante mi santo Joker y dejé que mi cerebro estallara. No pasó nada dramático, solo me dio por comer Gansitos.
Para analizar a un personaje como el Joker haría falta un tratado psiquiátrico. Es extraño que Bob Kane, Bill Finger y Jerry Robinson crearan un personaje tan oscuro y complejo en una historieta policíaca para adolescentes.
Aunque mi Joker favorito siempre será Heath Ledger—el que inmortalizó aquella escena de aplausos al comandante Gordon–, este Joker de Joaquin Phoenix es sobresaliente, de verdad memorable.
Un amigo decía que extrañaba la época en que los villanos de cómics eran malvados de verdad y no víctimas chillonas. Estoy totalmente en desacuerdo. Yo prefiero a un personaje humano que a un cartón para decorar los sueños de un niño.
Yo no soy el Joker, tú eres el Joker. Todos estamos chiflados y nos entregamos de a poco a esa locura. Y vemos al mundo arder.