Dos de nuestras mejores defensas ante epidemias y pandemias, el tapabocas y la cuarentena, tuvieron origen entre la Edad Media y el Renacimiento.
En su Istoria de Morbo sive Mortalitate quae fuit Anno Dni MCCCXLVIII (Historia de la enfermedad o la gran mortandad del año 1348), el notario Gabriel de Mussis cuenta que el khan tártaro Janibeg, frustrado ante la valerosa resistencia de los ciudadanos de Kaffa (ahora llamada Feodosia, en Ucrania, pero que entonces pertenecía al reino de Génova), antes de ordenar la retirada de su ejército, catapultó sobre los muros de la ciudad los cadáveres de sus soldados muertos por la peste.
Después del sitio, los asustados navegantes genoveses subieron a sus barcos con la “enfermedad aferrada a sus huesos”. De Mussis atribuyó a esta acción, que tal vez no fue del todo cierta, el inicio de la pandemia de peste más famosa de la historia.
Haya iniciado como haya iniciado, la pandemia de peste acabó matando a alrededor de 25 millones de personas en Europa. Como parece que el brote de la enfermedad se dio en una meseta de Asia central, en lo que ahora es Turquestán, se calcula que en Asia y África murieron otros 25 millones de personas. En total, 50 millones en un cálculo a la baja para no exagerar.
¿La acción de los astros?
Ante la catástrofe, los médicos de la Universidad de París afirmaron que la causa de la plaga fue una conjunción de Saturno, Marte y Júpiter, ocurrida el 20 de marzo de 1345, a la 1 de la tarde. Explicaron que “Júpiter, estando húmedo y caliente, extrae vapores malignos de la tierra; luego, Marte, porque es excesivamente caliente y seco, enciende los vapores, y como resultado hubo relámpagos, chispas, vapores nocivos e incendios en todo el aire”.
La aproximación de los médicos venecianos fue más pragmática: aislaron a las personas enfermas para evitar el contagio. Cuando vieron que 30 días de aislamiento no eran suficientes, subieron el número a 40. En 1403 se aplicó por primera vez esta medida a la tripulación de un barco procedente del Este del Mediterráneo.
Desde entonces usamos el término “cuarentena” para este tipo de aislamiento, y seguimos poniendo en práctica esta terapia medieval.
La lección de la cuarentena fue reforzada en 1720, cuando un barco con casos de peste a bordo llegó a Marsella. Fue puesto en cuarentena, por supuesto; pero ésta no duró los 40 días, las autoridades de la ciudad levantaron la orden debido a la presión que ejercieron comerciantes locales, que querían comprar el cargamento de seda del barco. Se calcula que la epidemia resultante mató a 50 mil personas en la ciudad y otras 50 mil en los alrededores.
Ratas, pulgas y el tapabocas
El fraile Antero María de San Buenaventura no lo sabía, pero mientras procuraba aliviar el sufrimiento físico y espiritual de los habitantes de Génova durante un brote de peste bubónica, que se calcula mató a un millón 250 mil personas en el reino de Nápoles, al sur de Italia, estaba protegido por uno de los más grandes e inadvertidos inventos de la medicina del siglo XVII: la túnica de la peste.
Los médicos de la época pensaban que la peste se contagiaba por átomos o partículas venenosas que flotaban en el aire, las llamadas miasmas; las cuales, creían, emanaban de los enfermos, los muertos, los animales y hasta de los objetos y volvían infeccioso el aire.
Para combatir las miasmas, algunos olían flores; otros, más industriosos, inventaron los perfumes, y de paso se nos quedó la palabra “peste” para designar también a algo que huele muy mal.
En Italia y Alemania, llegaron más allá. En el afán de excluir el aire apestoso o apestado, hicieron unas túnicas de lino estrechamente tejido que luego cubrían de cera y perfumaban. Además, usaban caperuzas y tapabocas puntiagudos.
Así, con apariencia de pájaro monstruoso, debía estar el padre Antero cuando escribió, en 1657, que aquella vestimenta solo servía para mantener a raya a las pulgas.
Aún así, dijo, debía usar la túnica “si no quiero ser devorado por las pulgas, cuyos ejércitos anidan en mi vestido; tampoco tengo energía suficiente para resistirlas, y necesito una gran fortaleza mental para mantenerme firme en el altar”.
Ahora, que sabemos que la bacteria Yersinia pestis, causante de la peste, es transmitida por las pulgas de las ratas, puede resultarnos difícil entender cómo el fraile no pensó que estar a salvo de las pulgas era la diferencia fundamental entre él y los enfermos de peste, quienes estaban cubiertos de ellas.
Es más, aunque la primera gran epidemia de peste de la que se tiene registro es del siglo VI, nadie hizo la conexión entre las ratas y la peste hasta 1894, cuando se dio una epidemia de peste en Hong Kong y dos científicos, Alexander Yersin del Instituto Pasteur y Kitasato Hiyasaburo del Instituto Koch, descubrieron a la bacteria.
Las moralejas
Como la túnica de la peste y el tapabocas puntiagudo impedían que pasaran las pulgas, eran ejemplo de una tecnología que funcionaba; aunque fuera por los motivos equivocados. Así, vestir como pájaros diabólicos se hizo característico de los médicos de la peste.
Pero para encontrar una verdadera solución al problema, había que entenderlo primero. Y esa es la labor de la ciencia, entender.
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Estas historias vienen a cuento porque actualmente, ante la amenaza del coronavirus y la epidemia de obesidad, por poner un par de ejemplos, hemos visto empresarios que anteponen sus intereses comerciales a medidas de salubridad, gobernantes que creen saber más que científicos y expertos y personas que compran todos los tapabocas posibles aunque en realidad, de momento, solo los necesitan los médicos, los enfermos y quienes pudieron ser contagiados por estos.
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Una versión previa y más extensa de esta nota fue financiada y publicada por el semanario Eje Central el 10 de febrero de 2020.