No es tan difícil ser un monstruo.
Desperté. El corazón me latía a tope. Hiperventilaba y me sudaba la frente. Tenía, pues, un ataque de ansiedad.
Pensaba en Ravensbrück. Soñaba a las internas de Ravensbrück, y me soñaba entre ellas. ¿Qué me separaba ellas? Nada. Un puñado de historia. Sí, casi nada.
Ravensbrück, abierto en 1939 en un pueblo cercano a Berlín, fue uno de los campos nazis de exterminio más brutales del holocausto, y era peculiar. Su peculiaridad: era un campo solo para mujeres; lo mismo judías que gitanas, homosexuales y disidentes ideológicas —liberales, comunistas— del totalitarismo nazi.
De Ravensbrück no salió casi ninguna con vida. Con una mortandad arriba del 80%, el Lager (como se llama a los campos en alemán) fue liberado hasta 1945, es decir, existió durante toda la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de sus horrores, Ravensbrück sigue siendo poco conocido por el público en general. Ahí se hicieron experimentos pseudomédicos, se cosificó el cuerpo de las mujeres y se puso a mujeres contra mujeres, dado que las guardianas y torturadoras eran también mujeres.
Una de las más terribles era una SS de gran corpulencia a la que las internas llamaban “La Potranca”, capaz de asesinar a golpes ancianas y niñas. Cuentan las testigos que gustaba de aplastar con los pies a presas menudas o frágiles.
Y me late el corazón rápido, se aprieta a mi pecho. Recorro en mi mente los pasillos del Museo Memoria y Tolerancia, donde me enteré del doloroso Ravensbrück; tan desconocido antes y tan cercano a mí ahora. Pienso en las mujeres que admiro, que quiero, que conozco: con un simple nudo de la historia todas podríamos acabar en Ravensbrück.
Monstruo o cartero
¿En el mundo de hoy, qué separa a las mujeres contemporáneas de aquellas que murieron en ese Lager? Momento y lugar, sí. Historia y algo más: una estructura de poder que hizo posibles estos hechos.
Porque, como escribió Hannah Arendt, el mal no es solo de monstruos, no solo hay maldad patológica.
La maldad abunda porque las personas comunes —usted, yo, quien sea— vivimos bajo estructuras que, de tan cotidianas, se vuelven invisibles. Si bajo esas estructuras encontramos incentivos para hacer daño a nuestros congéneres, dañaremos.
Arendt, en su libro insignia, Eichmann en Jerusalén (sobre el juicio de Adolf Eichmann, operador de los Lager nazis, en Israel), acuñó el término “la banalidad del mal”. ¿A qué se refiere?
A Arendt, quien además de politóloga erudita también fue una superviviente que escapó por un pelo del holocausto pues era judía alemana, el término le vino a la cabeza cuando presenciaba el juicio —era enviada especial de la revista The Newyorker— y no vio nada inusual, nada especialmente esotérico en Eichmann.
No un luciferino criminal, lo que vio fue a un cartero. Alguien que llenaba trenes sin ver a las víctimas como personas, sino como paquetes. El deber del nazi era enviar a esos paquetes a su destino final.
Claude Lanzmann, el cineasta que hizo la exhaustiva investigación que dio como resultado el enorme (dura 10 horas) documental Shoah -en hebreo, shoah es el holocausto- dijo alguna vez que comparar a Eichmann con un cartero era como decir que un niño no sabe lo que hace cuando le quita las alas a una mariposa: hay maldad consciente en Eichmann y en los niños.
Pero esa crítica no hace sino reforzar la teoría de Arendt. La maldad está en todas partes, es una paradoja de la libertad, y es, finalmente, tan banal como quemar hormigas con una lupa.
En nombre del orden
Por supuesto que Eichmann sabía hacía adónde iban esos seres-humanos-para-él-no-personas. No le importaba, puesto que en su construcción del mundo él estaba cooperando con el bien común. Un engranaje más en la grandeza del Tercer Reich que hace un trabajo decente. Así de banal, así de común.
Pensemos: bajo el esquema actual que vivimos, ¿cuántos de nosotros no sentimos lo mismo que Eichmann? Solo estamos haciendo nuestro trabajo, cobramos nuestra quincena, vamos al cine los domingos. No nos preguntamos si hacemos daño a alguien; de hecho estamos seguros que siguiendo “las reglas” hacemos todo lo contrario: el bien. Si alguien resultara dañado por nuestro actuar, nos sorprenderíamos.
En 1963, el psicólogo estadounidense Stanley Milgram publicó los resultados de un experimento conductista que pone los pelos de punta: dos personas asumían distintos roles: uno era el maestro (el verdadero objeto de investigación) y el otro el alumno, que era un actor que fingía reacciones dolorosas. El maestro hace preguntas al alumno; si el alumno falla, el maestro tiene derecho de dar descargas eléctricas crecientes. Al maestro se le dice que su labor es “valiosa para la ciencia y el bien común”. Se le convence de que debe ignorar los gritos dolor.
La mayoría de los que tomaron parte en el experimento en el rol de maestro contaron el “empoderamiento” que les otorgaba “trabajar para la ciencia”. Así de fácil es olvidarnos de la empatía con un individuo si estamos seguros que actuamos por el bien de nuestra patria, género, causa política y en contra de lo que consideramos deleznable. Funcionan de ese modo las estructuras de poder.
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En una publicación de 1965 se puede ver que Milgram estaba estudiando la relación entre la autoridad y la maldad, que para él se ve reflejada desde el conflicto de Abraham, cuando Dios le ordena que mate a su hijo.
“¡Yo estaba siguiendo órdenes!”, gritaban los nazis en los Juicios de Nuremberg. Yo solo estaba comiendo palomitas en el cine, diríamos nosotros.
Aunque creamos que nosotros, occidentales ya criados bajo el paradigma de la democracia liberal, estamos tan alejados del Tercer Reich como el hielo del fuego, Arendt explica que dentro de la condición humana existe la maldad de modo natural. Solo hace falta que los incentivos institucionales en los que vivimos giren de tal suerte que dejen fuera a, por ejemplo, una minoría que ahora es perseguida y a la que se le niega el derecho a existir.
Así se puede explicar con sencillez la continua discriminación a los homosexuales aun en sociedades democráticas o la violencia hacia las mujeres en casi todo el mundo y todo tipo de esquema.
Regresemos a Ravensbrück. Estamos hablando de un caso de poder totalitario. Se nos ha enseñado a pensar que bajo el totalitarismo la ideología permea todos los ámbitos. En Ravensbrück todo estaba pensado bajo la lupa del exterminio. No había empatía de clase ni de género: las mujeres nazis y arias eran seres humanos. Cualquiera fuera de esa descripción era un objeto al que hacerle daño. La maldad se hallaba escondida a simple vista.
Trato de irme a dormir, pero simplemente no puedo poner en la cabeza en la almohada porque estoy pensando en qué tipo de monstruo soy yo.