El mayor esfuerzo no estuvo en la ciencia sino en el convencimiento
A veces se olvida que el químico mexicano Mario Molina hizo mucho más que ganar un premio Nobel de Química en 1995: La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que de no haber sido por el trabajo que hizo con su tutor y colega Sherwood Rowland, para 2050 se habrían producido unos 500 millones de casos adicionales de cáncer de piel.
Pero no fue fácil; aunque, de hecho, la parte científica fue la más sencilla, y eso que consistió en averiguar qué estaba sucediendo en la estratósfera con unos compuestos llamados clorofluorocarbonos (CFCs), que en esa época se consideraban absolutamente inocuos e inofensivos y se producían y usaban en grandes cantidades.
Un resultado inesperado
La historia comenzó a principios de los años 70, cuando James Lovelock, autor de la hipótesis de Gaia y de una de las ideas más prometedoras sobre cómo detectar vida en otros planetas, quiso analizar el movimiento de la atmósfera.
Para conseguir su propósito decidió usar los CFCs. En el laboratorio de su casa hizo un detector de CFCs tan fino que podía encontrar el equivalente de una gota en una alberca, y lo empleó en un viaje de exploración por el Atlántico. Más tarde, en un congreso, al comentar sobre sus mediciones con un científico de DuPont (empresa que era la principal productora de estos compuestos), vieron que su estimación de cuánto de estos compuestos había en la atmósfera coincidía casi a la perfección con el total liberado.
El químico Sherwood (Sherry) Rowland pensó que ese dato era muy extraño, pues en las capas altas de la atmósfera los CFCs se deberían destruir por la radiación ultravioleta. Así que, en el otoño de 1973, cuando recibió a un joven investigador mexicano que iba a hacer su posdoctorado, le puso el tema en la lista de temas de investigación que podría realizar en su laboratorio de la Universidad de California de Irvine.
Fue “el único proyecto que en realidad me intrigó”, escribió tiempo después Mario Molina en la autobiografía que hizo para el premio Nobel.
“Tres meses después de mi llegada a Irvine, Sherry y yo desarrollamos la ‘teoría del agotamiento del ozono y los CFCs’. Al principio, la investigación no pareció ser particularmente interesante…”, hasta que se dieron cuenta de que, cuando los CFCs llegan a las partes a las de la atmósfera, la radiación solar solo los destruía momentáneamente y de que los átomos de cloro liberados destruirían el ozono y se reintegrarían a un CFC, el cual que podría repetir una y otra vez la reacción.
Químicamente, este proceso había sido dilucidado unos años antes por Paul Crutzen, quien recibió el Nobel junto con Rowland y Molina, e implicaba que un único átomo de cloro puede destruir 100 mil moléculas de ozono en la estratosfera de la capa que protege la vida en el planeta de la fuerte radiación solar.
“Mario y yo nos dimos cuenta de que esto no era solo una cuestión científica, sino un problema ambiental potencialmente grave… Sistemas biológicos completos, incluidos los humanos, estarían en peligro por los rayos ultravioleta”, según cita a Rowland el sitio UCI News en un homenaje tras su fallecimiento el 10 de marco de 2012 a los 84 años.
Una dilación costosa
Rowland y Molina publicaron sus resultados en junio 1974 en la revista Nature, pero eso de ninguna manera fue suficiente para que se dejaran de producir las 800 mil toneladas de CFC que se hacían cada año y se usaban en refrigeradores, aerosoles para fijar el cabello, perfumes y otros productos, pero llamó la atención de algunos expertos y del congreso de Estados Unidos.
En 1975, cuentan Naomi Oreskes y Erik Conway en Merchants of Doubt, la Chemical Specialties Manufacturer’s Association organizó un tour de medios (en especial televisivos) por Estados Unidos con Richard Scorer, investigador del London’s Imperial College, quien se dedicó criticar las investigaciones sobre CFCs y ozono. Aerosol Age, una revista especializada de la industria, incluso especuló que Rowland era miembro de la KGB soviética y que tenía el objetivo de destruir el capitalismo.
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Se estima que el 50 por ciento del público estadounidense se quedó con la impresión de que Rowland y Molina tenían oposición científica seria, y en septiembre de 1976, la Agencia Ambiental EU (NAS) dio un dictamen débil sobre el caso y no se prohibieron los CFCs.
De 1977 a 1985, Rowland y Molina levantaron la voz, acusaron a sus colegas de tibios y ellos se molestaron, por lo que los tacharon de “activistas” y no los invitaron a congresos y conferencias por casi una década, lo cual, dado el prestigio de Rowland, era increíble. Hasta Lovelock pensó que Rowland estaba exagerando.
Ahora sabemos que en 1979 se empezó a formar un agujero estacional de ozono en la Antártida, pero fue hasta 1981 que dos estudiantes de la Universidad de Cambridge lo detectaron, pero pensaron que era un error de sus instrumentos. Preguntaron a la NASA, pero no obtuvieron respuesta.
El jefe de los estudiantes, Joseph Farman, les dijo que no lo publicaran; pensó que si la NASA no sabía sobre el tema, algo debía que estar mal con las medidas. Pero en 1984 cambiaron el aparato con el que medían y confirmaron la disminución del ozono. Farman, Gardiner y Shanklin publicaron en mayo de 1985.
Molina, que entonces estaba en el Jet Propulsion Laboratory de la NASA, todavía pudo contribuir al tema analizando la participación de las nubes de la Antártida y del peróxido de cloro, “que resultó ser importante para proporcionar la explicación de la rápida pérdida de ozono en la estratósfera polar”, escribió Molina.
En 1987 finalmente se llevó a cabo la prohibición de los CFC en el Protocolo de Montreal, que han firmado 197 naciones y que es considerado el primer acuerdo de acción global y el más exitoso hasta la fecha. La producción y el uso de sustancias que agotan la capa de ozono se han reducido en más del 95 por ciento.
“Me siento alentado y humilde de haber podido hacer algo que no solo contribuyó a nuestra comprensión de la química atmosférica, sino que también tuvo un impacto profundo en el medio ambiente global”. Mario Molina en su autobiografía para la Fundación Nobel.
Molina siguió investigando la química de la atmósfera en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) con poca oportunidad de hacer lo que más le gustaba: experimentos con sus propias manos, actividad que, tras el Nobel, le fue imposible; formó en México el Centro Mario Molina y se dedicó sobre todo a promover el cuidado del medio ambiente, en especial con un tema que podría acabar siendo más peligroso y costoso que la depleción del ozono: el cambio climático.
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