Se cumplen 100 años del nacimiento de un científico que nos enseñó que la vida puede ser distinta
En la historia de la ciencia hay diversos personajes que tuvieron que enfrentarse a las creencias de su época para combatir por lo que ellos sabían que era verdad. El caso del bioquímico Peter Mitchell, de quien el martes pasado se celebró el cumpleaños número 100, es uno de los más dramáticos.
Mitchell dilucidó un punto crucial del proceso que usan los seres vivos para elaborar lo que se conoce como la “moneda energética” de las células: una sustancia llamada ATP o adenosín trifosfato. Para lograrlo, desentrañó el funcionamiento de una complicada enzima llamada ATPasa.
Su proposición fue en verdad revolucionaria, como para darle un lugar preponderante en la historia del conocimiento; sin embargo, la hizo en un campo que no estaba acostumbrado a que esto sucediera.
En física, por ejemplo, ha habido “una serie de ataques al ‘sentido común’… (Incluso) se dice que distinguidos profesores de (la Universidad de Oxford) instaron a sus estudiantes a ignorar la teoría de la relatividad porque pronto desaparecería”, comentó Leslie Orgel en un artículo en Nature.
Pero “la historia de la biología es diferente” sigue Orgel, ya que esta ciencia “no había tenido una idea tan contradictoria como las de, digamos, Einstein, Heisenberg y Schrödinger” y desde Darwin y Wallace, no había tenido una propuesta que partiera de la teoría más que de las observaciones y experimentos.
Comparar las ideas de Mitchell con las de Darwin o Einstein es, sin duda, exagerado, pero no inexacto. Lo que no tiene comparación es el trato que recibieron por sus pares contemporáneos y por la gente en la posteridad; pues, aunque Mitchell terminó obteniendo el Premio Nobel, y sus descubrimientos abrieron nuevos campos de la ciencia, en su época fue rechazado y hasta agredido y sigue siendo un completo desconocido salvo para unos cuantos expertos
La misteriosa fuerza protomotriz
“Nunca más he visto algo así, ni antes ni después. Era una verdadera hostilidad en contra de su persona. En las reuniones científicas se le atacaba no sólo con base en sus ideas sino de forma personal. Y esto había sucedido durante muchos años…”, me contó John Walker, Premio Nobel de Química 19xxxxx en entrevista.
Tuve la oportunidad de platicar con Walker en julio de 2014, en una las reuniones con ganadores del Nobel que se hacen en la pequeña ciudad de Lindau, Alemania. Walker obtuvo su Nobel como reconocimiento por dilucidar la estructura y la forma de funcionar de la ATPasa y, por supuesto, es un gran conocedor de la obra y la vida de Mitchell, a quien conoció, y fue testigo del trato que recibía por la comunidad de bioquímicos.
“Llegué a este campo a finales de los 70… Y me sorprendió la forma en que esta gente se comportaba en contra de Peter Mitchell”, dijo.
La pregunta fundamental en el campo de la bioenergética era cómo le hace la ATPasa, una enzima de gran tamaño que tiene una parte embebida en la membrana que sobresale como un hongo, para elaborar ATP a partir del adenosín difosfato (ADP), es decir, cómo le pega un fosfato.
“El trabajo de Peter Mitchell fue un verdadero avance conceptual”, pues en aquel entonces el resto del mundo creía que se trataba de una reacción química común y corriente, explica Walker; pero Mitchell proponía una idea completamente diferente, que podría ser llamada eléctrica de no ser porque no involucraba una corriente de electrones sino de protones, de hecho, él hablaba de “proticidad” en lugar de la electricidad.
Su hipótesis era que el paso de protones, que se encontraban a distintas concentraciones a uno y otro lado de la membrana, a través de ATPasa era lo que daba la energía para sintetizar ATP, incluso la llamó la “fuerza protomotriz”, en obvia analogía con la fuerza electromotriz.
Era demasiado. “Más que escepticismo hubo un generalizado rechazo a esta idea. Mitchell se enfrentó entonces no sólo a una hostilidad científica sino también a hostilidad personal”, contó Walker.
Su propio laboratorio
“No muchos jóvenes estudiantes iban a Cambridge en los 40s en un Rolls Royce”, dicen Prebble y Weber en el libro Wandering in the gardens of the mind para dar una idea de cómo era Peter Dennis Mitchell. “Cualquiera que lo conociera, quedaba impresionado por la fuerza de su intelecto y su personalidad”, la cual se forjó en un hogar sobre todo gracias a su madre) donde se permitía a los hijos hacer excentricidades y experimentos peligrosos, siempre y cuando aceptaran responsablemente las consecuencias de sus actos.
Quizá el mejor ejemplo de la libertad en la casa se dio cuando Christopher John, hermano mayor de Peter, siendo aún niño, pidió que le llamaran Bill porque había conocido a un trabajador con ese nombre y quería ser una persona cómo él cuando creciera. Al padre no le encantó la idea, pero su hijo desde entonces se llamó Bill.
Pero así como causaba admiración, podía causar rechazo. “En cierto sentido, Mitchell era una víctima de la forma en que hablaba; de hecho, hablaba un inglés muy elegante, pero tenía el hábito de inventar palabras, y de usarlas sin habérselas explicado a la gente. Así que los perdía rápidamente”, cuenta Walker.
Mitchell empezó su carrera en la Universidad de Cambridge, después se mudó a la Universidad de Edimburgo y “estando ahí tuvo un colapso nervioso por la forma como era tratado y se retiró de la vida académica”, pero no de la ciencia.
Gracias a la fortuna familiar y a su tío Godfrey, un exitoso hombre de negocios y dueño de una fábrica de automóviles, Mitchell compró una mansión en Cornwall, donde no solo vivía con su familia sino que construyó, mantuvo y operó los Glynn Research Laboratories.
La mansión Glynn no era solo una gran casa sino toda una propiedad de la aristocracia inglesa con áreas de bosque; que estuvo registrada en el Doomsday Book del siglo XII; donde llegó a vivir, por ejemplo, la princesa Juana de Arco; que ocupó la familia Glynn desde el siglo XV, y que actualmente está a la venta por 3.45 millones de libras esterlinas (unos cien millones de pesos)
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Hubo, además “un grupo de jóvenes científicos que se dieron cuenta de que Mitchell estaba diciendo algo muy importante, pero que no lo estaba comunicando. Así que se pusieron a la tarea de explicar al resto del mundo lo que estaba diciendo”.
Pero ni el alejamiento ni la mejoría en la comunicación disminuyeron la hostilidad. “Ninguna revista quiso publicar sus artículos de investigación; así que sus hallazgos más relevantes los dio a conocer en dos libros (de 1966 y 1968) cuya publicación pagó él mismo“. Los llamó “pequeños libros grises”, pero tampoco convencieron a los escépticos.
Ni siquiera cuando se le concedió, en 1978, el premio Nobel en Química dejó de haber escépticos de sus ideas. “Mitchell llevaba un conteo de cuándo los principales científicos en su campo se convertían de estar en su contra a aceptar sus ideas. Y después (en sus conferencias) lo mostraba como una diapositiva. Uno de los últimos en convertirse fue Paul Boyer, con quien recibí el premio Nobel por dilucidar el mecanismo de la ATPasa”, me comentó Walker.
En contra de seis Nobeles
Sin pretender compararse con Mitchell, Walker también tuvo que luchar, si no contra la adversidad, sí contra la falta de apoyo, a pesar de que trabajaba en un instituto científico que era como de fantasía…
En Cambridge, Walker entró a trabajar al Laboratorio de Biología Molecular con Frederick Sanger, quien ganó no uno sino dos premios Nobel. Uno en 1958, por dilucidar la secuencia de aminoácidos de la insulina, y otro, compartido, en 1980, por desarrollar el método para secuenciar genes.
“Buscando un tema para trabajar, decidí que la ATPasa era la enzima más interesante de todas”. Así que comenzó purificando la enzima, luego secuenciando todos sus constituyentes proteínicos y como Sanger inventó la secuenciación de ADN, avanzó muy rápido. “Tomo como un año hacerlo -recuerda-, ahora lo puedes hacer en menos de un día”.
Esa era la parte “fácil”, pero Walker quería obtener la estructura tridimensional de la ATPasa, y para eso necesitaba cristalizarla. Así como las moléculas del azúcar de la miel se cristalizan, las proteínas pueden cristalizarse; es decir, formar un sólido con una estructura repetitiva y ordenada. Cuando se hace pasar un láser de rayos X por un cristal, este difracta la luz y, con un complejo procedimiento matemático, se puede averiguar la posición de cada uno de los átomos que componen la molécula.
Pero obtener un cristal de una proteína es mucho más complejo que obtener el del azúcar. Tan solo la parte que no está inmersa en la membrana es unas mil veces más pesada. Así que “fui ridiculizado por otras personas en el laboratorio; en contra de lo que pudieras pensar, no fui alentado a seguir con la idea… Tan solo San… Ni siquiera a Sanger le gustaba la idea, porque era aparentemente imposible“, dijo Walker.
En el Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge estaba Max Perutz, quien obtuvo el Nobel de Química de 1962 por determinar la estructura tridimensional, la primera, de otra proteína enorme, la hemoglobina; pero ante el proyecto de Walker “solo levantaba los hombros… (César) Milstein, quien tiene un premio Nobel (de Fisilogía o Medicina en 1984) por el descubrimiento de los anticuerpos monoclonales, era en realidad mi jefe, y él solo me dijo que las enzimas eran aburridas“.
Pero el extremo fue Sydney Brenner, director del instituto después de Perutz y que también ganó un Premio Nobel (de Fisilogía o Medicina en 2002 por el descubrimiento de los genes que regulan la muerte celular programada). “Él llegó a gritarme ‘Quién te dijo que podías trabajar en la ATPasa, yo soy el encargado de este instituto y tú vas a trabajar en lo que yo te diga…
“Fue algo muy… La gente tiene esta idea de que debido a que yo estaba en el Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge todos me decían ‘Oh, qué bien, vamos a ayudarte a hacer esto. No fue así para nada. Salvo porque me dejaron hacerlo, pero obtener el apoyo para trabajar en el tema fue difícil. No fue un ambiente muy alentador”.
“Al final me dijeron: ‘Ve obtén el cristal y cuando lo tengas ven con nosotros y resolveremos la estructura… ‘Ajá, hasta creen que eso van a hacer (Like hell you will)‘, pensé”, dijo Walker.
“Me tomó, con un estudiante de posdoctorado, alrededor de 10 años obtener cristales con la calidad suficiente para que difractaran bien”.
Mientras tanto, “la gente me decía, es demasiado grande, nunca cristalizará, y luego agregaban, incluso si cristaliza no vas a poder resolver la estructura” debido a un tema técnico demasiado complicado para tratar de explicarlo en este espacio y que nada tuvo que ver porque, ya con los cristales, “resolver la estructura tridimensional fue bastante rápido” a pesar de que no siguieron los consejos de Aaron Klug, otro premio Nobel de Química (de 1982 por el desarrollo de la cristalografía de microscopio electrónico” que estaba en el LBM.
“Así que fue una gran gran batalla llegar hasta el resultado”, me dijo Walker.
Epílogo
La semana de entrega de los premios Nobel, del 5 al 12 de octubre, de este año, sumado al centenario de Mitchell y a las últimas semanas en las que, en México, se inactivó el Foro Consultivo Científico y Tecnológico AC, se reunieron 34 academias de ciencia para protestar por la falta de recursos por parte de Conacyt y en la Cámara de Diputados se pretendió extinguir los fideicomisos de ciencia y tecnología (además de los de cultura, prevención de desastres naturales y atención de víctimas), me hicieron desenterrar esta historia en la que intuyo muchas lecciones valiosas.