Está científica e históricamente demostrado: la industria solo defiende sus intereses, incluso a costa de la salud de la ciudadanía.
En diciembre de 1953, en la ciudad de Nueva York, hubo una reunión secreta de los directivos de la principales compañías tabacaleras de Estados Unidos. Su negocio estaba en peligro. Las decisiones que se tomaron ahí han afectado la salud y la vida de millones de personas. Desde hace unos años, la industria alimentaria las ha copiado.
Las ventas de cigarrillos habían decaído notablemente desde que, un año antes, el Selecciones del Reader’s Digest republicara el artículo “Cáncer por la cajetilla” (“Cancer by the carton”), originalmente aparecido en el Christian Herald.
En el artículo, el periodista Roy Norr daba cuenta de una investigación realizada en el Sloan-Kettering Institute que, al provocar cáncer en ratones pintándoles la piel con alquitrán de tabaco, confirmaba las sospechas de que existía una fuerte relación entre el cáncer de pulmón y los 2,500 cigarrillos que, en promedio, fumaba cada estadounidense al año.
Como resultado de la reunión, la industria tabacalera colaboró con John Hill, uno de los fundadores de la empresa transnacional de relaciones públicas Hill & Knowlton, y crearon el documento “Una declaración franca para los fumadores de cigarrillos”, que apareció como inserción pagada en 448 periódicos de Estados Unidos el 4 de enero de 1954.
El documento, primero, puso en duda la ciencia expuesta por Norr diciendo, entre otras cosas, que no había evidencia directa de que fumar causara cáncer, que los expertos no estaban todos de acuerdo y que la estadística podía interpretarse de otras maneras.
Después, “Una declaración franca” aseguraba que, para las tabacaleras, la salud de las personas era una “responsabilidad básica” y que antecedía “a cualquier otra consideración en nuestro negocio”.
Además, avisaba: “Continuaremos cooperando estrechamente, como hemos hecho siempre, con aquellos cuya tarea es salvaguardar la salud pública”.
Esta historia inicia el artículo “Los peligros de ignorar la historia: la industria tabacalera jugó sucio y murieron millones. ¿Qué tan similar es la industria alimentaria?”. Sus autores, Kelly Brownell y Kenneth E Warner, lo publicaron en 2009 “con la esperanza de que la historia de los alimentos se escriba de manera diferente”, dijeron.
No ha sido así. Han pasado 65 años de la reunión de tabacaleros en Nueva York y 10 de la publicación Brownell y Warner, pero la gran industria alimentaria y de bebidas se ha dedicado a aprender y hasta mejorar las estrategias de la industria tabacalera; además de aprovechar la ventaja de que, a diferencia del tabaco, sus productos no son evidentemente dañinos, no raspan la garganta ni hacen toser a quien los consume.
La industria alimentaria ha tenido tanto éxito en este empeño que ha causado, literalmente, una pandemia de obesidad y sobrepeso.
Pandemia de obesidad y sobrepeso
El exceso de peso no es el único problema relacionado con la industria alimentaria, también la desnutrición. Prueba de esto último, la da el artículo “Dinámica de la doble carga de la malnutrición y el cambio de la realidad nutricional”, de Barry Popkin y colaboradores y publicado el pasado martes 17 de diciembre en The Lancet.
La llamada Doble Carga de la Malnutrición es “la coexistencia de desnutrición (deficiencias de micronutrientes, retraso en el crecimiento infantil y carencia de energía) y el sobrepeso, la obesidad y otras enfermedades no transmisibles relacionadas con la dieta”.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), muchos países de ingresos bajos y medios enfrentan este problema: “Si bien estos países continúan lidiando con los problemas de las enfermedades infecciosas y la desnutrición, también están experimentando un rápido aumento en los factores de riesgo de enfermedades no transmisibles como la obesidad y el sobrepeso…
“No es raro encontrar desnutrición y obesidad coexistiendo dentro del mismo país, la misma comunidad y el mismo hogar”.
La OMS agrega que “los niños de países de ingresos bajos y medianos son más vulnerables a una nutrición prenatal, infantil y de niños pequeños inadecuada. Al mismo tiempo, estos niños están expuestos a alimentos con alto contenido de grasas, azúcares, sal, densidad energética y micronutrientes, que tienden a ser de menor costo pero también de menor calidad de nutrientes.
Estos patrones dietéticos, junto con niveles más bajos de actividad física, dan como resultado un fuerte aumento de la obesidad infantil, mientras que los problemas de desnutrición siguen sin resolverse”.
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Según el estudio de Popkin, 2,280 millones de personas de todas las edades padecen sobrepeso en el mundo y 150 millones de niños tienen problemas de desarrollo debido a su “realidad nutricional” la cual se debe, sobre todo, a “una mayor disponibilidad de alimentos ultraprocesados”.
En este estudio se analizaron 123 países de ingresos medios y bajos. México, y otros países de Latinoamérica, pasaron de tener una amplia presencia de la doble carga de la malnutrición a que ésta solo esté presente en un 20% de la población (sobre todo por una mejora en la nutrición, a pesar de que la obesidad ha ido en aumento); sin embargo, se puede observar que en México el problema ha aumentado en el quintil de población más pobre.
Mr. Butts, el salvador
“En mayo de 1994, una caja con 4 mil páginas de documentos internos de la industria del tabaco llegó a la oficina del profesor Stanton Glantz en la Universidad de California en San Francisco. La fuente anónima de estos ‘papeles de cigarrillos’ se identificó solo como ‘Mr. Butts’”. Con esta información, que por supuesto es de donde viene originalmente la historia con que abre este texto, Glantz escribió el libro The Cigarette Papers. También gracias a Mr. Butts sabemos de otro gran escándalo científico.
A principios de los 80, Takeshi Hirayama publicó los resultados de un estudio en que monitoreó durante 14 años los hábitos y la salud de 540 mujeres que se ubicaban en 29 zonas distintas. Mostró con toda claridad que, mientras más fumaban sus esposos, más se morían ellas debido al cáncer pulmón.
Actualmente, el trabajo de Hirayama se toma como un estudio epidemiológico modelo, pues además de encontrar el efecto, descartó otras causas posibles. Sin embargo, en su época, un famoso bioestadístico, Nathan Mantel, dijo que había cometido un gran error en el manejo estadístico. Se hizo otro estudio con conclusiones contrarias y el Tobacco Institute (TI) convenció a los medios de que su deber era “ser balanceados” y presentar “los dos lados de la historia”; después, pagó anuncios en los periódicos con los dubitativos titulares que resultaron de esa solicitud.
En The Cigarette Papers se revela que la industria pagó ese otro estudio y también a Mantel, y se pueden leer memorandos que revelaron que “Hirayama estaba en lo cierto, que el TI lo sabía y que el TI (atacó) a Hirayama sabiendo que sus resultados eran ciertos”. Pero médicos, autoridades de salud y activistas antitabaco no se dejaron engañar y empezaron a tratar de evitar el fenómeno de los fumadores secundarios o pasivos.
“La industria del tabaco estaba preocupada, muy preocupada. Una cosa era decir que los fumadores aceptaban riesgos inciertos a cambio de ciertos placeres, pero otra muy distinta era decir que estaban matando a sus amigos, vecinos e incluso a sus propios hijos”.
Eso escribieron Naomi Oreskes y Erik Conway en su libro Comerciantes de la duda: cómo un puñado de científicos oscureció la verdad sobre cuestiones relacionadas con el humo del tabaco y el calentamiento global (edición en inglés).
Así que el objetivo número uno para las tabacaleras fue mantener la duda, hacer creer a los fumadores que tal vez no estaban matando a sus seres queridos. Para ello, invirtieron 16 millones de dólares, aun después de que la Agencia de Protección Ambiental de EU (EPA) publicara, en diciembre de 1992, un reporte donde, por ejemplo, “atribuyó 3 mil muertes por cáncer de pulmón por año al humo de segunda mano, así como entre 150 mil y 300 mil casos de bronquitis y neumonía en bebés y niños pequeños” con datos estadísticamente significativos, que no podían explicarse por otras causas.
Esto no detuvo a las tabacaleras, al contrario, iniciaron una campaña de cuestionamiento y desprestigio a la ciencia y los científicos en general y a la EPA en particular. Su argumento: se exceden en sus regulaciones y quieren acabar con la libertad. La campaña no logró detener las regulaciones para proteger a los fumadores pasivos, que actualmente existen en muchos países, pero sí logró debilitar a la EPA y esto afecta actualmente a las medidas contra el cambio climático en EU.
Y como efecto colateral, está el hecho de que la industria del azúcar ha estudiado y aprendido estas lecciones.
La dulzura, solo en el sabor
Como con el tabaco, también fue en los años 50, en Estados Unidos, cuando surgieron las primeras señales de advertencia del riesgo que representaba el azúcar de caña o de mesa (la sacarosa) de provocar enfermedad coronaria; es decir, afectaciones al corazón por obstrucciones de las venas que le proveen de sangre y que puede conducir a un paro cardíaco por falta de irrigación.
Sin embargo, a diferencia del tabaco, la advertencia nunca se dio a conocer en “voz alta”; de hecho, sucedió todo lo contrario, los problemas que causa el azúcar se mantuvieron en silencio hasta finales de 2016, cuando el mismo Stanton Glantz y sus colaboradores expusieron la razón de ese silencio y sus graves consecuencias.
Glantz y su equipo analizaron documentos internos de la Fundación de Investigación del Azúcar (SRF, por sus iniciales en inglés, conocida actualmente como la Asociación del Azúcar) y encontraron que esta institución, en los años 60 y 70, patrocinó proyectos de investigación sobre la enfermedad coronaria e influyeron y tergiversaron sus resultados.
Una de esas publicaciones, la más notable, fue un meta-estudio (es decir, una revisión de múltiples investigaciones) “que destacó a la grasa y al colesterol como las causas dietéticas de los males cardíacos y minimizó la evidencia de que el consumo de sacarosa también era un factor de riesgo”, dice en el artículo.
La revisión se publicó en 1965 en la prestigiada revista New England Journal of Medicine sin revelar sus fuentes de financiamiento ni sus conflictos de interés. Los documentos revisados por los investigadores de San Francisco muestran que la SRF pagó a los tres científicos de Harvard que la hicieron el equivalente a unos 50,000 dólares actuales y que los estudios revisados fueron seleccionados por el grupo azucarero.
“Nuestros hallazgos sugieren que la industria patrocinó un programa de investigación en los años 60 y 70 que arrojó con éxito dudas sobre los peligros de la sacarosa y promovió la grasa como la única culpable de las afecciones cardíacas”, afirmaron los investigadores en el artículo.
Aún ahora, que se sabe del engaño azucarero, cuando se habla de los problemas de tomar demasiada azúcar se suele hacer referencia al sobrepeso y la diabetes, pero no a la enfermedad coronaria (últimamente podríamos añadir, así lo sugieren estudios recientes, el Alzheimer).
Y los tiempos han cambiado. La cantidad que se pagó a los científicos de Harvard es ínfima si se compara con los millones de dólares con que Coca Cola pagó estudios que promovieran el ejercicio como la solución a la obesidad y minimizaran la aportación de la dieta, según reveló The New York Times en 2015.
Fueron, hasta donde se sabe, 1.5 millones de dólares para arrancar las operaciones de la Global Energy Balance Network (GEBN), una organización sin fines de lucro, y 4 millones, posteriormente, para financiar algunas investigaciones.
La GEBN, incluso, está registrada a nombre de Coca Cola y de esta empresa depende su administración, “porque los investigadores no saben cómo”, explica el presidente del grupo, James O. Hill, de la Universidad de Colorado. Él y otros investigadores aseguran que no ven problema en el patrocinio, pues es transparente y no engañan a nadie; sin embargo, era un dato que “se les había olvidado” poner en el sitio, y solo lo hicieron hasta que un profesor externo preguntó por sus fuentes de financiamiento.
En qué se parecen las grandes industrias y los mosquitos
El dinero que la industria alimentaria y la tabacalera invierten en falsear o desprestigiar la ciencia es poco comparado con el que invierten en hacer lobbying con legisladores y generadores de políticas públicas en Estados Unidos.
Como ejemplo, tan solo PepsiCo gastó más de 9 millones de dólares en 2009 en presionar al Congreso de los Estados Unidos. Para justificar las “decisiones” que toman bajo esta presión, los políticos aseguran que son “pro-negocios” o que tienen un “compromiso para mejorar el clima de innovación del país”.
La Asociación del Azúcar, en 2003, llegó al descaro y el extremo de amenazar a la Organización Mundial de la Salud (OMS) con hacer presión al gobierno de Estados Unidos para que le retirara sus fondos. Lo hizo para tratar de detener la estrategia de la OMS sobre dieta, actividad física y salud, la cual destacaba el vínculo que existe entre el azúcar y el riesgo de enfermedades no transmisibles y sugería limitar la cantidad de azúcar que se consume.
Es por todas estas historias (y hay más) que algunos investigadores de salud pública consideran que las llamadas enfermedades no transmisibles (obesidad, diabetes, enfermedades cerebro y cardiovasculares y algunos cánceres) tienen vectores equivalentes a los mosquitos que, con sus picaduras, transmiten el paludismo o el dengue. Para ellos, los vectores de las enfermedades no transmisibles son las grandes industrias del tabaco, el alcohol, los automóviles y la industria alimentaria y de bebidas.
Esta idea se retoma en el artículo “Pandemias y ganancias: prevención de los efectos dañinos de las industrias del tabaco, el alcohol y los alimentos y bebidas ultraprocesados”, publicado en The Lancet. Ahí, los autores, encabezados por Rob Moodie de la Universidad de Melbourne, evaluaron la efectividad de la autorregulación, las asociaciones público-privadas y los modelos de interacción de regulación pública con esas tres industrias.
Concluyeron “que las industrias de productos no saludables no deberían tener papel alguno en la formación de políticas nacionales o internacionales sobre enfermedades no transmisibles”.
Esta no es una conclusión basada en sus ideas u opiniones, es una conclusión basada en la evidencia empírica y el principio precautorio.
“No hay evidencia de que la asociación de las industrias de bebidas y alimentos ultraprocesados sea segura o efectiva, a menos que sea impulsada por la amenaza de la regulación gubernamental”; en cambio, hay mucha evidencia de lo contrario.
Los autores argumentan, además, que “la autorregulación no puede funcionar porque, incluso si algunas compañías progresivas de alimentos y alcohol utilizan enfoques más saludables, otras podrían (y quizá deberíamos decir que se apresurarían a) cubrir la brecha en el mercado”.
De regreso a México
¿De verdad era necesaria tanta historia y tanta ciencia para decir, aunque ellas aseguren lo contrario, que las empresas cuidan siempre sus intereses monetarios y no la salud de los consumidores?
Será una obviedad, pero no ha impedido que en Chile, Perú y ahora México la industria de los ultraprocesados haya hecho campañas para desprestigiar y tratar de frenar iniciativas como el etiquetado de advertencia. De hecho, aquí, durante la administración de Peña Nieto, fueron muy exitosos en este intento.
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Parece que no se entiende que no se trata de vulnerar los derechos de empresarios ni de nadie, ni impedir el comercio, sino de proteger a niños y niñas (sobre todo) del problema de obesidad y sobrepeso, que actualmente afecta a 2,280 millones de personas en el mundo de todas las edades, por no hablar de la malnutrición y la enfermedad coronaria. Solo eso.
Así que no está de más decir que, en principio y por su historial de trampas y mentiras que han perjudicado a millones de personas a las que no han resarcido en modo alguno, la industria no debería siquiera ser interlocutora en el debate.